domingo, 4 de mayo de 2008

(Cuando David estuvo en Valencia dejó muchas cosas, especialmente recuerdos y momentos, y la consolidación, creo, de una amistad, pero también me regaló la antología RESACA HANK OVER coordinada por Patxi Irurzun y Vicente Muñoz Álvarez de la que he sacado el siguiente relato. Gracias, David. Por todo. Nos vemos pronto.)
EL CAMINO DE REGRESO A CASA, David González


Mi padre me llevaba a la cárcel en su buga, un Renault 18 que algún tiempo después, una de las pocas veces que me dejó las llaves, pilotando de noche por una carretera comarcal con los ojos cerrados y las luces de los faros delanteros apagadas, le desgraciaría, al salirme en una curva, contra una de esas barreras de seguridad, con el agravante, además, de que yo salí ileso, sin un rasguño, nada.

Tú estás equivocado, David, hijo, trataba de corregirme mi madre. Muy confundido. Algún día te darás cuenta de que tu padre no es tan malo como tú le pintas.
No, mamá, pensaba yo, es peor, bastante peor.

Pero ahora conducía él. Me llevaba, acabo de decirlo, a la cárcel. Yo no tengo hijos, y no puedo saberlo ni sentirlo; sin embargo, sí puedo hacerme una idea, por ligera que esta pueda ser, de lo triste, lo terrible y desgarrador, de lo duro e indescriptiblemente doloroso, que ha de resultarle a un padre, acualquier padre, incluso al mío, tener que conducir a un hijo a la cárcel y tener, sobre todo, que dejarle, allí dentro, encerrado.

Tú padre, insistía mi vieja, te quiere más de lo que tú te imaginas, sufre por ti lo mismo que yo, está siempre preguntándome por ti ¿Y David? ¿Está bien? ¿Sabes algo de él?

Yo sí sé algo acerca de mi padre, bueno, sé muchas cosas acerca de mi padre, y una de ellas es esta: la puntualidad nunca fue una de sus virtudes. Nunca llegaba a los sitios a la hora, llegaba antes, y también en esta ocasión, como era de esperar (yo ya contaba con ello), llegamos antes, como tres cuartos de hora antes. Mi padre, entonces, dijo, y era lo primero que salía por su boca (dejando a un lado el humo de tabaco) en más de doscientos kilómetros dijo:
Vamos a seguir hasta el pueblo y hacer tiempo en un bar.

El pueblo se llamaba (y se seguirá llamando, supongo) Monterroso, y el bar no sé, no creo que me fijara en el nombre, el primero que encontramos abierto, imagino.
¿Qué vas a tomar? preguntó mi padre.
Una garimba, le dije.
¿Una qué?
Cerveza, le aclaré. Heineken, si tienen.
Tenemos
, dijo la camarera sonriendo.
Y a mí, dijo mi padre, haces el favor de traerme un café cortado, con unas pingaritas, no muchas, de whisky, pero que sea Dyc.
¿Me puedes decir dónde están los tigres?,
le pregunté.
¿No sabes hablar como es debido? me reprendió mi padre. ¿No te enseñaron a hablar como las personas? ¿Qué es eso de los tigres?
Pero la camarera debía estar ya muy familiarizada con mi vocabulario porque antes de que me diese tiempo a rectificar y decir: los servicios, por facor, ella, adelantándoseme, señalando con el dedo dijo:
aquella puerta.

Había una placa de latón, atornillada a ella, en la que se podía leer PROHIBIDO ESCUPIR EN EL SUELO. Prohibido mear en el suelo, tendría que haber puesto. Me acerqué al lavabo de puntillas, abrí el grigo y mientras el agua corría, saqué seis comprimidos de Ludiomil, dos de Halcion y uno de rohipnol, me los metí en la boca, me incliné sobre el lavabo, cogí un poco de agua en las manos y bebí un buen sorbo para poder pasar las pastillas, todas de una sentada. después me atranqué en uno de los excusados, me bajé los alares y los gayumbos y me puse en cuclillas. Me acordé en aquel momento, antes de empetarme, de Henri Charrière, de Papillon, de cuando le llevaban a la Guayana Francesa, a pudrirse en el presido.
Mi estuche, es cierto, no tenía una parte macho y una parte hembre, y era de plástico, y no de aluminio, maravillosamente pulido, como el suyo; por lo demás, también se abría desentoscándolo por la mitad y su longitud venía a ser la misma: unos seis centímetros. Su grosor no, y su contenido tampoco. El estuche contenía cinco mil quinientos frascos en billetes nuevos; el mñio, en cambio, era grueso como dos pulgares y contenía liquidadores de la ansiedad, o dicho de otro modo: contenía tranquilizantes menors, ansiolíticos, ciento ventiséis pastillas en total.
Las ruedas no eran mías, sino de Riesgo, un asturiano, de Gijón, del barrio de la Calzada, con el que rulaba por el Módulo y con el que solía burlar a los dados, a las cartas, al parchís o a lo que se terciara. Me las había pasado, las rulas, su vieja, sí, flípalo, su propia vieja, no te miento: el último día de mi permiso, un permiso ordinadio de salida de cinco días, por indicación de mi colega, por prescripción suya, me acerqué hasta su casa a hacerle una visita.

Se trataba de una mujer descomunal, com su hijo, mi colega: ancha, alta, muy voluminosa, una giganta, y al igual que Riesgo, con algo de chepa. Su pelo, que lo llevaba corto, era como de algodón, como el algodón que recogían las mujeres negras en las plantaciones de esclavos. También ella, en cierta manera, era una esclava.
¿Y cómo está Santiago? me preguntó nada más verme aparecer por la escalera. ¿Cómo está mi hijo? ¿se encuentra bien?
Se encuentra de puta madre, señora, pensé, porque además no dejaba de ser cierto: a Riesgo, que era uno de los kíes, uno de los que mandaban en el módulo B, no le faltaban nunca los jurdós y, por tanto, siempre tenía tabaco, drogas y jala de economato; pero me salió la vena jesuita (en algo se tenían que notar los 4 años que había estudiado con ellos en el Inmacualada)y le dije algo así como:
Sólo habría una manera de que su hijo se encontrara mejor de lo que ya está.
¿Qué manera?
me preguntó.
Que pudiese estar aquí ahora, le dije, con usted.
¿No me engañas? me preguntó. ¿de verdad que no me estás engañando? ¿de verda que santiago está bien?
Está de muerte,
le respondí.
No mucho tiempo después, estaba muerto. Lo encontrarían en su celda. Suicidio, dijeron. POr ahorcamiento. Y nosotros vamos y nos lo creeemos, ¿no?

Pasamos dentro. Sobre la mesa de la cocina, mostrador de farmacia, había cajas y frascos de medicamentos, recetas y volantes de la seguridad social, un rollo de celofán, unas tijeras, preservativos sueltos y un huevo kinder sorpresa. Me comí la cáscara, que como sabes es de chocolate, desentosqué el huevo de plástico de color amarillo que venía dentro, saqué la sorpresa (un cochecito azul) y en su lugar metí todas las pastillas que pude, todas las que entraron, y luego volví a enroscar el huevo, le di tres vueltas de celo, lo metí dentro de uno de los conodones, le hice un nudo al condón y listo.

Me levanté.

La camarera estaba hablando con mi padre.
Pues tienes un hijo muy guapo, oí que le decía.
Tú sí que eres guapa, cabrona, pensé.
Salió a la madre, le dijo el viejo quitándose medallas.
Algo de culpa tendrá el padre también, le dijo ella, trasteándole.
Ya iba a entrar yo a buscarte,
me dijo mi padre, pasando totalmente de ella, en cuanto me vio. ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué has tardado tanto? ¿Qué estabas haciendo?
¿A ti qué te parece que estaba haciendo?
¿No habrás estado?
Tú no estás bien,
le corté. No riges.
Es casi la hora, dijo él dando el tema por zanjado. Hay que irse.
Sí, pensé, no vaya a ser que llegue tarde y me pierda algo.

El pasillo, así como la escolta de mi padre, terminaba en un mostrador metálico, con un funcionario de prisiones detrás y en un arco detector de metales que daba paso a una sala de espera, a estas horas vacía y silenciosa.
Mi padre me abrazó.
Y pórtate bien, me dijo, casi sin voz, por la emoción.
No te preocupes, le dije.
Pórtate bien, repitió, procura no meterte en líos.
El hombre se esforzaba or contener las lágrimas.
Ya tendrá tiempo luego, en el camino de regreso a casa, pensé, para llorar.






foto de Luis Vence

3 comentarios:

bydiox dijo...

En Algo que declarar (poesía de no ficción (Bartleby Editores, Madrid, 2007) también está este relato / poema.

Víktor Gómez Valentinos dijo...

Es una buena suerte que además ahora le vayan a publicar en Valencia a David González los chicos de la editorial AZOTES CALIGRAFICOS. Está por aparecer un relato del astur David así como un poemario de Riechmann.

Isaac tiene muy buen ojo, primero Panero, Taléns, Mendez, luego González y Riechmann.

Que David esté en tan selecto grupo será porque en su estilo es quizá en lengua castellana un referente ya inevitable.

Este relato, por ejemplo, que nos ofreces, Lu, tiene más de dos virtudes, pero a las dos primeras me referiré:

esconde sólo las mentiras.

nos desmonta los prejuicios.


Un beset

Viktor

Kebran dijo...

muchas gracias Lu, por poner este relato de mi hermano DAVID, ya he devorado su libro y el de hank over
me dedicaré a devorar libros
EL KEBRAN